Finalmente... El Trampolín de la Muerte
- Alfredo y Camila
- 3 mar 2019
- 3 Min. de lectura

El Trampolín de la Muerte fue el elefante en la habitación hasta el último momento. Muchas horas invertimos meditando mientras avanzábamos en el itinerario establecido. Pero, una vez tomada la decisión, quizás la más pensada en años, nos enfocamos en reducir los riesgos. Empacamos casi 25 Kg de ropa para clima frío, zapatos sucios y un cúmulo de miedos vencidos, de los cuales nos desprendimos en el primer microbus de Transipiales que partió desde El Encano con rumbo a Bogotá.
Durante el primer tramo de los 138 Km fuimos escoltados por la espesa niebla y una llovizna permanente de las que nos despedimos solo al llegar al Valle de Sibundoy.
Este territorio Quechua, de habitantes de ascendencia Inca, es cuna de artes y saberes: desde las célebres pinturas de Carlos Jacanamijoy hasta las ceremonias medicinales con yagé. Pero ni el espectacular paisaje ni la riqueza cultural fueron suficiente anestesia para apaciguar los nervios que nos generaba iniciar esta tristemente célebre vía en destapado. El augurio no pudo ser peor... comenzamos con un ascenso en cascajo húmedo y suelto que tuvo a bien hacer caer a un motociclista que perdió el control en frente nuestro. "Ayuda, ayúdenme..." le escuchamos decir. El golpe con las piedras pareció doloroso, pero además la llanta trasera le atrapó la pierna. Por fortuna, lo aparatoso del suceso no fue incapacitante y con un poco de ayuda el conductor pudo reanudar su camino después de un breve descanso.
Desde ese punto en adelante las cosas solo mejoraron. El cielo se abrió y con el una postal: la cordillera de Los Andes paría a la gran selva y pintaba en nuestra memoria una transición imborrable de flora exuberante y fauna imaginaria invisible, nutridas opulentamente con yaco (agua en dialecto) y reposando perezosamente sobre tenebrosos abismos sin fin, a los cuales lamentablemente, nuestra lente no hizo homenaje suficiente.
El camino se tornaba sereno, pero cada tanto la espesura alardeaba indómita destruyendo la vía que por años había intentado infiltrarla. La arboleda nos mantenía enfocados, sin permitirnos excesos de confianza, atentos al terreno liso y suelto; al precipicio, compañero permanente; a conductores de transporte público, adolescentes a lo sumo, dueños del timón y sin temor ninguno; a los ocasionales camiones de carga ignorantes del derecho al freno, suponemos que para no perder el impulso; y a Toyotas burbuja con placas de gran ciudad, carentes de solidaridad de ruta hacia las motos que, inquietas, nos refugiábamos sumisas al costado opuesto del barranco.
En ese insignificante intervalo intuíamos recurrentemente porque cada tanto la espesura se convertía en fosa de transeúntes, aventureros o locales. No hay clamor que valga, ni los reclamos de Putumayenses que exigen una salida digna al pacífico, ni arengas de políticos locales que reivindican derechos olvidados desde siempre por los inquilinos de la Casa de Nariño. La última palabra siempre la tuvo, y la tendrá el monte, ese que se sobrepone y regenera en contra de taludes, maquinaria y pavimento, condenados a morir enterrados, quizás olvidados, en el fondo inasequible del acantilado, y cada vez vencidos ante el capricho amazónico. Tal vez la selva sabe más por vieja que por selva... y solo así se podrá conservar la riqueza del ecosistema. Pocos quedan como este.
Claro estaba que esta ruta imprevista estaba llena de sorpresas, pero una que nunca imaginamos fue encontrarnos a mitad de camino con Thor y su señora. Esta pareja de noruegos que viajaba en sentido contrario (en una de varias etapas desde Estados Unidos con destino a Argentina) ya conocía más lugares de Colombia que la gran mayoría de colombianos, acostumbrados por miedo, o por motivos más mundanos, a mirar hacia fuera en detrimento de la autóctono. Brindamos en el único lugar civilizado - tienda y reten militar - en el punto medio de las casi cinco horas de trayecto, al calor de tinto con panela y arepa de maíz frita.
Sin duda, la selva fue generosa con nosotros. Tras cruzar el último río sobre la vía, el más profundo y rocoso, que obró como una ceremonia de graduación para demostrar las habilidades adquiridas, finalmente cedió el camino. La ruta se transformó en recta de asfalto demarcado, y como un mensaje de dioses nativos, se desató un feroz aguacero que nos dio la bienvenida en Mocoa.
Una verdadera aventura y un paisaje hermoso...!! 👏