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Nos hicimos un 8 en Nariño (parte 2):


Partimos de Las Lajas rumbo a Ipiales a bordo del teleférico, eludiendo así ascender los mil y un escalones que nos esperaban de regreso.

Ipiales fue un lugar de tránsito. Caminamos mucho, pero no encontramos anécdotas que contar, ni lugares bellos para destacar. Ipiales es una ciudad de frontera, cuya identidad se difumina entre la población flotante, comerciantes principalmente, y entre habitantes locales que sugieren como destino turístico el Centro Comercial Gran Plaza, el de Alkosto como ancla. A diferencia de otros lugares de Nariño, y a pesar de no haber afrontado ningún incidente, en Ipiales nos acompañó siempre una sensación de inseguridad. Tal vez fue la oscuridad, el desorden o la suciedad. O la Plaza 20 de julio - su plaza central - compartida por peatones, prostitutas y borrachos.

Al final, optamos por probar la comida de La Merced, una cadena de restaurantes (cafeterías) cuya sede matriz se encuentra en Pasto, la cual veníamos evitando con la idea de ensayar siempre algo oriundo en cada sitio. Para suerte nuestra, descubrimos los hervidos, la versión sureña del canelazo Santafereño, una bebida caliente de aguardiente con tres alternativas para la mezcla: mora, lulo y maracuyá. Un antídoto para el frío penetrante, del cual más adelante sacaríamos provecho en la Laguna de La Cocha. Y para el kardex del viajero, probamos también quimbolito (una especie de mantecada) y la empanada de añejo.

Como era de esperarse, regresamos en taxi al hotel. La noche helada y un matrimonio con más decibeles que los que deseamos recordar cerraron la noche. Ipiales fue, quizás, la única visita para el olvido en todo el recorrido.


Trasnochados emprendimos el regreso a Pasto. El camino a Túquerres nos hizo imaginar como habría sido la Sabana de Bogotá antes de ser habitada: una planicie verde, enorme y rodeada de montañas.

Y un descubrimiento agridulce... el Volcán Azufral y su Laguna Verde no podrían ser visitados. Están siendo preservados ante la amenaza de depredación humana. En contraprestación la ruta nos condujo por la Circunvalar del Volcán Galeras, una vía sinuosa que descendió lo suficiente como para hacernos sentir calor y un cambio de aroma.

Arribamos a la hora indicada a Sandoná. Una aglomeración de carros y personas nos recibió, insinuándonos que ese era el lugar correcto para almorzar. Y así fue. Los caprichos del destino nos sirvieron a la mesa (con silla modelo Rimax), el chorizo más famoso de la región. Un restaurante de orilla de carretera, entrando al pueblo, donde expertos comensales le invierten viajes exclusivos desde Pasto y otros lugares.

A cambio de pousse café, un recorrido por la plaza, donde, una vez más vimos emerger vanidosa una iglesia: la Basílica de Nuestra Señora del Rosario, un edificio majestuoso de estilo gótico; a nuestro entender, una especie de vecino forastero, de otra clase y de otro tiempo, importado en su diseño desde Burgos, Colonia y Nueva York... ni más, ni menos, incrustado en el centro de lo que de otra manera sería un pueblo cualquiera! Se comprueba de esta manera de lo que es capaz la raza cuando una idea se instala en su cabeza.

Nos despedimos de esa postal y remontamos el Galeras. Muy pronto, y hasta regresar a Pasto, nos volvimos a rodear de abismos, de frío y de paisajes ciertamente favorecidos, exclusivamente Andinos.

Pero Pasto es otro historia que, sola, merece su propio espacio para ser contada...


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